Que somos unas nostálgicas, dirán ustedes y tendrán razón. Ya no quedan editores como los de antes.
En Conversaciones con editores. En primera persona, libro editado a medias por Siruela y por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, en el que se recogen las charlas, en el año 2000, con varios editores (Lara Bosch, Monreal, Pérez González, Salvat, entre otros) hay una descripción del trabajo del editor, hecha por Joan Barril (que hoy tiene su propia editorial Barril & Barral), que no tiene precio.
Barril, periodista y escritor, va a entrevistar a Jorge Herralde de Anagrama y, para presentarlo, dice:
Creo que Anagrama hoy es lo que pretendía ser. Lo que hace Jorge Herralde es enseñarnos una manera determinada de mirar. Cada calle de cualquier ciudad es vista por la gente de una forma distinta, el banquero solo ve los bancos, el borracho solo ve los bares, el editor –no todos pero sí este- ve los pensamientos que no se sabe donde están, ve los lectores que no tienen libro y busca aunar esos pensamientos dispersos por el mundo para que esos lectores adquieran libro, pensamientos, sensibilidades y belleza, en definitiva. Herralde además tiene la generosidad de ser como ese cocinero al que le ha salido bien un plato y como quiere compartirlo empieza a llamar a sus amigos diciendo: “Oye, me ha salido una paella espléndida, si vienes en 5 minutos te la comerás conmigo”.
En otro libro, editado precisamente por Anagrama, titulado La industria del libro y escrito por Jason Eptein, editor legendario de los EEUU y cofundador del The New York Review of Books, se relata cómo eran los editores que Epstein conoció al empezar en el negocio en los años 50, en Nueva York:
En los años cincuenta, la industria del libro seguía siendo la actividad en pequeña escala y en gran medida personal que había sido desde los años veinte, cuando una notable generación de hombres jóvenes –y unas pocas mujeres-, muchos de los cuales eran judíos a los que no se admitía en las empresas de la vieja guardia, rompieron con sus remilgados antecesores, arriesgaron sus fortunas personales y encararon la desaprobación de sus mayores al promover agresivamente la literatura y las ideas del modernismo. Como los dueños de las galerías de arte de Manhattan en los años sesenta, llegaron a la mayoría de edad durante una revolución cultural y la explotaron brillantemente. Pero cuando les conocí, en los años cincuenta, aquellos editores me parecieron cualquier cosa menos revolucionarios. Al igual que los escritores de vanguardia a los que defendieron en los años veinte, ahora representaban el orden establecido y llevaban las canas con dignidad. Los recuerdo con gorras de tweed, envueltos en mantas en las cubiertas de primera clase de los trasatlánticos; o paseando por la quinta avenida las mañanas de domingo con sus abrigos y sombreros de Locke; o en Hunterdon County en otoño, pasando el fin de semana con Faulkner. Almorzaban en el “21” y cenaban en Chambord o en el Colony. Un domingo, después de almorzar en casa de los Knopf,en Purchase, corrieron las cortinas y proyectaron películas caseras de Alfred Knopf y Thomas Mann, sentados en hamacas junto al lago Constanza, oscilando como autómatas a mover los brazos mientras conversaban. Nos quedamos a ver una segunda película muda en la que Mann aparecía disertando, probablemente sobre el fracaso moral del romanticismo alemán, pues había trazado en la pizarra una línea vertical y en un lado había escrito belleza, enfermedad, genio y muerte, y en el otro vida y moralidad. Por más que Alfred Knopf vistiera camisas oscuras y corbatas con un sol rodeado de sus rayos, y llevara un bigote de cosaco, él representaba, aun más que sus serios homólogos, la sobriedad y la dignidad incuestionable de una poderosa generación que había llegado a la mediana edad. La presencia de estos editores era una inspiración para recién llegados como yo. Derrocarlos como ellos habían derrocado a sus antecesores era impensable. Había que emularlos.
Unas páginas antes Epstein, introduciendo el tema sobre el que va a tratar el libro, escribe:
La edición de libros es por naturaleza una industria artesanal, descentralizada, improvisada y personal; la realizan mejor grupos pequeños de gente con ideas afines, consagrada a su arte, celosa de su autonomía, sensible a las necesidades de los escritores y a los intereses diversos de los lectores. Si su objetivo primordial fuera el dinero, estas personas habrían elegido otras profesiones (…). Pero la mayoría de los editores que he conocido prefieren considerarse, como yo, enamorados de un oficio cuya recompensa es el trabajo en sí y no su valor en metálico.
Los editores son una raza diferente. Raza en extinción, por desgracia.
Giulio Einaudi, Carlos Barral y Claude Gallimard en los encuentros de Fomentor, años 60.
No, ya no quedan editores como los de antes. Como supongo que ya no quedan lectores como los de antes.
Yo, que tiendo de natural a la melancolía, veo sin embargo con optimismo el momento que estamos viviendo en el mundo editorial: creo que surgirán nuevos editores, capaces de conectar esos «pensamientos dispersos por el mundo» con sus posibles lectores, que puede que en unos años ya no compren libros como tales, pero seguirán leyendo, comentando, compartiendo los pensamientos, los de los autores y los suyos, en la Red.
Un saludo 🙂
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Querido Marcos:
Nosotras, la verdad, también tenemos esperanza (lo último que se pierde). En España hay buenos ejemplos de una nueva hornada de buenos editores. Te pongo solo unos ejemplos: «Libros del asteroide», «Impedimenta», «Barataria», Trama editorial», «Rey Lear», «Bartleby», «Errata Naturae», «Libros del Silencio», «Nocturna». Hay algunos más que ahora no recordamos. Pero solo nos queda una duda: Como an a resolver el asunto económico. Con la edición digital, siempre que los piratas no se pasen y respeten, se abaratan costes y estructuras. Por ello estas pequeñas aditoriales, si no son tontos tiene futuro. Pongamos una vela a la virgen del Pasico que dice mi amiga Antonia que es milagrosa.
Un beso fuerte, hijo
La sargento Margaret