Hungría, primeros años del siglo XX. El joven Bálint Abády está enamorado de Adrianne, lo sabemos ya en las primeras páginas. Bálint -tonto como hombre que es- solo se enterará en la página 258.
Después de bailar con otras dos mujeres, acalorado, sale al balcón.
Pág. 68:
La luz de la luna relucía en la balaustrada; Bálint siguió la resplandeciente línea y vio una sombra en el rincón: era Adrianne Milóth.
Su figura esbelta de contornos nítidos y negros se dibujaba al contraluz de la luna. Entre los reflejos cegadores, la cara, el cuello y los brazos desnudos apenas eran más claros que el traje de seda verde.
Estaba inmóvil y su mirada se perdía en la lejanía. No estaba apoyada en la balaustrada, sino que permanecía en la misma postura en que la recordaba Bálint, erguida delante de la lámpara, con la cabeza levantada y los brazos cruzados detrás de sí. Su inmovilidad parecía esconder la misma rebeldía reprimida que entonces.
Tal vez debido al recuerdo o a la magia de la noche, Bálint no quiso rehuir su compañía, sino que se le acercó con pasos silenciosos y se quedó a su lado con los codos apoyados en la barandilla, sin decir nada.
Adrianne tampoco dijo nada, pero acto seguido apoyó los codos a su lado. Había algo de acuerdo en este gesto lento, algo que expresaba la admisión, incluso la alegría de estar juntos, que no molestaba; es más, que le hacía sentirse bien. Expresaba incluso un anhelo de compenetración, comprensión, simpatía mutua…
(…)
Bálint tuvo la necesidad cada vez más apremiante de decir algo, de interrumpir el silencio indiferente, el mutismo de Adrianne, que seguramente escondía alguna pena, alguna desilusión que esperaba consuelo.
-¡Qué noche más hermosa, más tranquila! –dijo casi susurrando las palabras, temiendo que si hablaba demasiado alto se rompiera el hechizo.
La respuesta de la mujer llegó casi inaudible:
-Sí, es hermosa. Sin embargo, todo es mentira…
-¿Por qué lo dice?
Adriane no le miró, le contestó con voz entrecortada:
-Porque lo es. Todo lo hermoso es mentira, todo lo que uno se imagina, todo lo que uno cree, todo lo que uno hace porque cree en ello; porque cree que puede servir… ser útil…ayudar. Es el gran cebo, el cebo de la vida. Y somos tan tontos que nos lo tragamos y, ¡zas!, la trampa se cierra.
40 páginas después, Bálint Abády visita la casa de campo de la familia Miloth y se entera de los problemas matrimoniales de Adrianne. Su suegra y su marido la mantienen apartada de su hija y la hacen sentir inútil, como un “mueble bonito”. Están sentados en un banco del jardín y la joven se desahoga con su amigo de adolescencia. La situación de intimidad acaba con Bálint intentando besar el brazo de Adrianne. Esta, escandalizada, se levanta y exclama:
-¡Usted! ¿Usted también? Usted también lo hace sólo para… para… ¡Usted hace lo mismo! ¿Nunca tendré a nadie? ¡Nadie! ¡Nadie!
Lo miró con ojos chispeantes de odio, con la cabeza alta, toda ella rígida, y se marchó hacia la casa.
-Mire, Addy, mire… y perdóneme…
Pero la mujer se mostró implacable. Volvieron a la casa juntos, sin pronunciar palabra.
(…)
Tuvo la sensación de haber perdido a Adrienne Milóth para siempre.
Miklós Bánffy
100 páginas después (Pág. 213) se vuelven a encontrar:
Estaba todavía lejos, pero la reconoció inmediatamente por sus pasos largos. Se dirigía hacia él en compañía de dos señores jóvenes. A su derecha iba Adam Alvinczy, al a izquierda István Kendy. Los dos llevaban patines en los hombros. Adam portaba además una fiambrera de hojalata y un saco pequeños en el que probablemente guardase los patines de la mujer. István llevaba una manta gruesa de piel y un termo largo. Se acercaban charlando alegremente.
“¿Estará todavía enfadad conmigo? ¿Me habrá perdonado?” En ese momento Adrianne se paró delante de él y le dio la mano amistosamente. “He llegado”, dijo con alegría, sin que se percibiesen en sus ojos de ónice sombras del pasado. Como si la escena del banco no hubiera ocurrido nunca, y no se hubiera despedido ofendida y fría en el porche de la casa solariega… Se la veía alegre y despreocupada.
Adrianne lo invita a ir a patinar con ellos. Bálint acepta y corre a su casa para cambiarse. Tarda bastante en encontrar lo necesario –el jersey y los patines- y cuando llega al lago ya está todo oscuro. Por eso, en lugar de unirse al grupo que ya está patinando, se queda observando desde la barandilla:
… quiso aprovechar para ver desde lejos el bello espectáculo de Adrianne deslizándose por la pista como una sombra en sueños.
Llevaba un traje color terracota que con la insuficiente iluminación apenas parecía más claro que su cabello negro, el cuello y el gorrito de piel de foca, o la franja de piel del borde de su falda acampanada. Esta era un poco más corta de lo habitual y parecía flotar. Cuando Adrianne se detenía, le llegaba a los tobillos, pero cuando corría o giraba, la falda volaba a su alrededor como una cortina movida por el viento; dejaba ver sus piernas, cubiertas con botas hasta las rodillas y medias negras como el hollín.
Estaba graciosa. Se movía con gracia. Como si fuera ingrávida, delgada, casi incorpórea. Bailaba el vals con los dos chicos a la vez, daba vueltas con uno y luego, con un giro doble, volaba hasta los brazos del otro. La danza daba la sensación de ser un ballet maravilloso; deslizándose con un solo movimiento conseguían recorres unos diez o veinte metros.
Adrianne, tan sobria, tan delgada, con los largos movimientos, parecía más joven y de líneas más esbeltas que habitualmente. Pero esta vez, volando de los brazos de un joven a los del otro, con los labios entreabiertos dejando ver sus brillantes dientes, la cintura cimbreante, presa en manos de los dos hombres, no evocó en Bálint a la Diana cazadora.
Se deslizaba inclinada hacia adelante, volaba por el hielo en espiral, movida por un vértigo voluptuoso que la lanzaba de una mano masculina a la otra, riendo, con el cabello suelto. No, no era el baile de la diosa virgen. Se dejaba llevar por una ferocidad inconsciente, por una locura que anhelaba amor; parecía más bien una ménade que bailara la danza de la pasión y embriagara su cuerpo en una frenética bacanal. Sus labios bebían el filtro milagroso de la velocidad, sus miembros jóvenes y fuertes rebosaban alegría. Era un espectáculo encantador que, debido a la poca luz, tenía un aire misterioso.
Bálint tuvo la sensación de estar espiando un secreto, algo prohibido. Aquella mujer no era la Adrianne que él había conocido. No era Addy, aquella adolescente orgullosa que le habían presentado en su juventud; tampoco era aquella mujer decepcionada con la que había conversado delante del paisaje bañado por el claro de luna; no era aquella muchacha, lúdica e infantil, que jugaba con sus hermanas en Mezzovarjas; tampoco aquella esposa desilusionada que se sentó en el banco y se ofendió cuando él se atrevió a besarla en el brazo. ¡Era alguien diferente, de nuevo distinta! Una mujer coqueta que enloquecía a los hombres. De repente se sintió un extraño, un intruso que no tenía nada que hacer allí; tal vez era uno de los muchos con los que Adrianne quería flirtear.
Como el autor de estas líneas era un caballero, no contó el apuro que sintió acto seguido el joven Bálint. Yo, hija de camionero y luchadora por la transparencia en el mundo literario, les voy a contar la verdad: Bálint Abády, después de veinte minutos mirando patinar a Adrianne, se sintió avergonzado cuando notó el bulto que, a la altura de la entrepierna, había crecido en su pantalón y agradeció que al ser de noche hubiera poca gente cerca del lago.
Estos textos pertenecen a Los días contados (Libros del Asteroide, 2011; 5ª edición), la primera novela de la Trilogía transilvana que el húngaro Miklos Bánffy publicó entre 1934 y 1940. Los tres libros están disponibles en Libros del Asteroide.
A Bánffy lo han llamado, con justicia, «el Tolstoi magiar».
El fin del imperio austrohúngaro en tres grandes novelas. Enhorabuena, otra vez, a Luis Solano.
De la misma época y ambiente, recomiendo también a Sandor Marái. Ya no hay escritores como esos… ¿o sí?
Lo lamento, Jesús; pero no es ni la misma ni el mismo -tal vez justo porque la época ya es otra distinta y posterior- ambiente.
Y por supuesto, Jesús, que asumo los berengenazos qeu me caigan por aguasfiestas.
Un saludo.
A la Maggie decirla, sin acritú:
¡Ay cómo se nota hermosota, que eres chusquera! Ponerse hablar del bulto, así como si tal cosa, en esta especie de vernissage bloquera de la trilogía de Transilvania.
Y a Bánffy con todos mis respetos (que hoy tengo pa’ to’s): quizás lo alargó usted demasiado.
En cualquier caso, novelón de primera magnitud. Y con una adaptación al español afortunadísima. ¡Enhorabuena a Éva Cersháti y Antonio M Fuentes Gaviño! (los traductores).
Así, SÍ. Aquí, ahora, siempre y donde sea. SÍ.
Se lo dice julian bluff.
Bueno, mis estándares de aproximación para calificar épocas y ambientes como «el mismo» son bastante más laxos, se conoce. En todo caso, quede la recomendación de Marái. Saludos
Jesús, totalmente de acuerdo. «La mujer justa» tendría que ser de lectura obligatoria para poder bajar a la calle y entrar a un bar a tomarte una caña.
Ojalá que los de Salamandra continúen publicándo a don Sandor, que el tío cuenta con una obra ingente ¡Y a ver si se animan con Lajos Zilahy! (una sugerencia).
Había leído «el Tostón magiar». Solo les falta hablar comunicándose con su bigote en morse cual personajes de Alatriste.
Vale, iracundo, muy bueno, la próxima te dan un premio, fijo.
Si la traducción del libro de Bánffy es tan mala como la que la tropa del asteroide hizo del «Dog Soldiers» de Robert Stone, casi es mejor aprender húngaro y leerlo en versión original.
«Dog soldiers» lo publicó Libros del Silencio, no del Asteroide. Antes de hablar mal de alguien, convendría asegurarse.
Mea culpa, fulanito. Aunque tal y como está el patio en el tema de las traducciones, igual hasta tengo razón de todas formas.
No todo es mentira, pero es mentira creer que todo es verdad.
Hablando sobre lo que cada uno espera de la Literatura…
He encontrado en Hot Down a la digna sucesora de Miguel Mihura, Wenceslao Fernandez Florez y Álvaro de la Iglesia, se llama Berta González de Vega.
Ah, ¿que lo que escribe no es humorismo?… Pues yo, es leerla y es que me parto, ¡me parto!
http://www.jotdown.es/2013/02/nadie-nunca-nos-escribio/
Gracias por hablarnos del libro. Me gusta Asteroide, pero este título me había pasado desapercibido y creo que me podría gustar.
Si te gustó Ana Karenina de Lev Tolstoi (para mí la mejor novela de todos los tiempos), te gustará la trilogía transilvana de Bánffy.
Un saludo y buenas lecturas
Maggie
Esta trilogía es una maravilla de principio a fin. Coincido en que tiene mucho en común con Tolstoi, aunque yo le encuentro más parecido con Guerra y Paz que con Anna Karenina.
Un saludo.
Me la anoto. A ver si en la biblio la tienen disponible…