HOY ES EL DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER Y CARE SANTOS PIENSA QUE SOMOS TODAS IDIOTAS

Propongo un crowfunding inverso. Hagamos una colecta para que Care Santos deje de escribir su sección «Super mami» en la revista Mujer hoy.

Care Santos publica su columna principalmente para mantener su popularidad y que le sigan comprando libros. Me imagino que la editorial de la publicación le paga cuatro duros. Por ese motivo el dinero que recaudemos lo destinaremos a comprar parte de la edición de su próxima novela. Y punto. Pero siempre a cambio del compromiso firmado por Care de abandonar los artículos.

Lo digo porque esto ya es insoportable. Hoy -día internacional de la mujer- tocaba hablar de conciliar y la chica va y se nos descuelga (aquí) con esto:

También sé que estas palabras consolarán a otras mujeres que están en mi misma situación. La escritora italiana Natalia Ginzburg habla en un maravilloso artículo de la frustración que siente la madre que desea hacer otra cosa pero debe cuidar a sus niños. Ginzburg pasó varios años alejada de su escritorio mientras sus hijos crecían. En ese tiempo, explica, hizo mucha salsa de tomate. Y mientras la removía para que no se pegara, pensaba en futuras novelas. Cuando por fin pudo ponerse a escribirlas, se dio cuenta de que haber hecho tanta salsa la había convertido en mejor escritora. No me digáis que no es hermoso. Y que no consuela saberlo.

Las negritas son de Care.
Care es tontita o se cree que escribe para tontitas. Una de dos. Lo que escribió Ginzburg fue algo mucho más profundo y elaborado. Ginzburg pensaba en que la iban a leer personas inteligentes y por eso, desde el respeto al lector, escribía lo que escribía. La simplificación que Care Santos hace es de juzgado de guardia; una falta de respeto hacia quien compra  la revista, hacia la propia escritora italiana y hacia todas las mujeres que hoy se sienten reivindicadas.

Lo que Natalia Ginzburg -una escritora de verdad- puso negro sobre blanco en un texto llamado «Mi oficio» fue (un extracto):

Había llegado a ser bastante hábil en plantear un cuento, en eliminar de él todas las cosas inútiles, en hacer que los detalles y las conversaciones surgieran en el momento más oportuno. Hacía cuentos secos y lúcidos, bien llevados hasta el final, sin hinchar nada, sin errores de tono. Pero ocurrió que, en un cierto momento, me sentí harta. Las caras de las personas por la calle no me decían ya nada interesante. Unos tenían orzuelos, otros llevaban el sombrero echado hacia atrás, otros llevaban una bufanda en lugar de camisa, pero ya no me importaba nada de todo esto. Estaba harta de mirar a las cosas y a la gente y de describirlas mentalmente. El mundo callaba para mí. No encontraba ya palabras para describirlo, no tenía ya palabras que me produjeran gran placer. No poseía ya nada. Probaba a recordar el espejo, pero hasta esto estaba muerto en mí. Llevaba dentro de mí una carga de cosas embalsamadas, de rostros mudos y palabras de ceniza, de países y voces y gestos que no vibraban, que pesaban, muertos, sobre mi corazón. Y, luego, me nacieron hijos, y, al principio, cuando eran muy pequeños, no lograba comprender cómo se podía hacer para escribir teniendo hijos. No comprendía cómo podría separarme de ellos para seguir a un personaje dentro de un cuento. Había empezado a despreciar mi oficio. De vez en cuando sentía una desesperada nostalgia de él, me sentía exiliada, pero me esforzaba por despreciarlo y ridiculizarlo para ocuparme sólo de los niños. Creía que era esto lo que debía hacer. Me preocupaba de la papilla de arroz, de la papilla de cebada, de si había o no había sol, de si hacía o no hacía viento para llevar a los niños de paseo. Los niños me parecían demasiado importantes para que una se pudiera perder detrás de estúpidas historias, de estúpidos personajes embalsamados. Pero sentía una feroz nostalgia y algunas veces, de noche, casi lloraba recordando lo bonito que era mi oficio. Pensaba que volvería a él algún día, pero no sabía cuándo; pensaba que tendría que esperar a que mis hijos llegaran a hombres y se separaran de mí. Porque el que tenía entonces por mis hijos era un sentimiento que aún no había aprendido a dominar. Pero luego lo aprendí poco a poco. Y no tardé tanto como creía. Todavía preparaba el zumo de tomate y la sémola, pero mientras pensaba en las cosas que iba a escribir. Vivíamos entonces en un pueblo muy bonito, en el sur. Recordaba las calles de mi ciudad, y las colinas, aquellas calles y aquellas colinas se unían a las calles y a las colinas y a los campos del pueblo donde estábamos, y de todo ello nacía una naturaleza nueva, algo que yo podía amar de nuevo. Tenía nostalgia de mi ciudad, y la amaba mucho en el recuerdo, la amaba y comprendía su sentido como quizá no me había ocurrido cuando vivía en ella, y amaba también el pueblo donde estábamos, un pueblo polvoriento y blanco bajo el sol del sur, vastos prados de hierba áspera y seca se extendían bajo mis ventanas, y en el corazón soplaba con fuerza el recuerdo de los paseos de mi ciudad, de los plátanos y de las casas altas, y todo esto empezaba a arder alegremente en mi interior y sentía muchas ganas de escribir. Escribí un relato largo, el más largo de todos los que había escrito. Empezaba a escribir de nuevo como quien no ha escrito nunca, porque ya hacía mucho tiempo que no escribía, y las palabras estaban como lavadas y frescas, todo era de nuevo como intacto y lleno de sabor y de olor. Escribía por la tarde, cuando mis hijos estaban de paseo con una muchacha del pueblo; escribía con avidez y con alegría, y era un otoño bellísimo y yo me sentía cada día igualmente feliz. En el relato metía algunas personas inventadas y otras reales, del pueblo; y me salían ciertas palabras que allí decían siempre y que yo no sabía antes, ciertas imprecaciones y ciertos modos de decir: y estas nuevas palabras crecían y fermentaban y daban vida también a todas las demás viejas palabras. El personaje principal era una mujer, pero muy, muy diferente de mí. No deseaba ya tanto escribir como un hombre, pues había tenido niños, y me parecía que sabía muchas cosas sobre el jugo de tomate, y también que aunque no las pusiera en el relato, era útil de todas formas para mi oficio el que yo las supiera: de un modo misterioso y remoto hasta esto era útil para mi oficio. Me parecía que las mujeres sabían sobre sus hijos cosas que un hombre no puede saber jamás. Escribía mi relato muy deprisa, como con miedo a que se me escapase. Yo lo llamaba novela, pero quizá no era una novela. Por lo demás, hasta ahora siempre he escrito deprisa y cosas más bien breves: y creo que he llegado a comprender por qué. Porque tengo hermanos mucho mayores que yo y cuando era pequeña, si hablaba en la mesa, siempre me decían que me callara. De esta forma me había acostumbrado a decir siempre las cosas a toda prisa, precipitadamente y con el menor número posible de palabras, siempre con el temor de que los otros empezaran de nuevo a hablar entre sí y dejaran de escucharme. Puede que parezca una explicación un poco estúpida, pero seguramente ha sido así. 

Este artículo se incluyó en Las pequeñas virtudes, libro de breves ensayos de Natalia Ginzburg que fue publicado por Acantilado en 2002.

Las negritas son nuestras.

Díganme, por favor, si Care Santos con su artículito recoge el espíritu de lo que esta gran escritora quería expresar. Ni de refilón, vamos.

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15 respuestas a HOY ES EL DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER Y CARE SANTOS PIENSA QUE SOMOS TODAS IDIOTAS

  1. Moex dijo:

    Vaya, hombre, con lo bonito que hubiera sido ver florecer una pléyade de talleres literarios basados en la elaboración de la salsa de tomate… Seguro que la cosa habría ido creciendo y tendríamos otros del estilo «Poesía y cebolla caramelizada», «El puré de patatas es tu musa», o de estilo más hardcore como «Amiga escritora: tu aspiradora es tu aliada». Puestos a trillar los tópicos, propongo a Care que escriba el 1 de mayo un artículo de cómo un hombre, alicatando un cuarto de baño, pergeñó una heptalogía bajo el título de «En búsqueda del tornillo perdido» en un aguerrido estilo cruce de Proust y la tropa de Gas Monkey atascados de carajillos de orujo. Oremos, pues.

  2. noaalarcon dijo:

    Hablo como madre y escritora: sinceramente, tener un hijo te conecta tanto con la realidad que lo listo, como hizo Ginzburg, es aprovecharlo al máximo para aprender a escribir mejor. Yo he ganado muchísimo a la hora de escribir desde que nació el enano. Tengo menos tiempos para tonterías y más respeto por los que invierten su tiempo en leerme, y eso es muy positivo. Gracias por ponerme sobre la pista de este libro que dice cosas bonitas. Y a Care Santos, no sé, le diría que un colacao y a la cama.

    • Eso es, Noa. Para Care Santos y para muchos escritores, críticos y editores que consideran que las mujeres que leemos, las que compramos los libros que ellos hacen y reseñan, somos poco menos que subnormales, un colacao y a la cama. Me parece una expresión magnífica. La voy -con tu permiso- a utilizar a partir de ahora.
      Gracias
      Un abrazo cómplice.
      Maggie

    • Estoy de acuerdo con lo que dice Noa (a ver, si no me quedo sin postre). Tener un hijo no te quita necesariamente la tontería de encima, pero es muy cierto que afina la capacidad de observación, fundamental para escribir, además de obligarte a pensar las cosas más de dos veces antes de ejercer el servicio público de poner historias en un papel.

  3. Androllas dijo:

    ¿Quién cojones es Care Santos? ¿Quién care about Care?

  4. Pedro dijo:

    Menuda farsante. Y que estos personajes sean los que pasen por ser la representación de la cultura en este país. Gracias, Margaret, por denunciarlo.

  5. G. dijo:

    ¿Y qué os esperábais de Care Santos, queridas? ¿Inteligencia?

  6. Yo lo flipo dijo:

    Al César lo que es del César. En otras ocasiones, se ha notado mucho que este blog lo escribían unos tipos salidos y con cierto tufo misógino. Hoy, aunque siga siendo así, habéis demostrado en cambio tener más respeto a las mujeres como escritoras y supongo que también como lectoras que, al menos, una de ellas, la tal Care Santos.

    • Creo que va siendo hora de una aclaración: nuestros nombre reales no son Daphne, Josephine, Samantha y Margaret sino: Charlotte, Darlene, Gwendolyn y Meredith. No somos señoras de provecta edad, sino jovencitas recien salidas del high school. Y lo más importante: somos becarias de cuatro editoriales españolas. Nuestros jefes nos explotan y nosotras, en compensación, sacamos su ropa sucia al sol y la mostramos a diestro y siniestro. Más no podemos desnudarnos… de momento.
      Meredith

  7. Para nada, lo que menciona la escritora sobre su salsa es tan remoto como la comprensión que la señora Care tiene sobre el texto.

  8. ¡Jajajaja…! Hacía tiempo que no os leía y seguís siendo geniales. Resistid con la refrescante Patrulla de Salvación.

  9. Perfidia dijo:

    Madre mía el resumen de la Santos… No creo que nos tome por tontas, creo que no da para más y punto. De flipar. Coger un texto hermoso y convertirlo en un escupitajo. Resumir la compleja relación de Ginzburg con el oficio de escribir y resumirla con un «la frustración que siente la madre que desea hacer otra cosa pero debe cuidar a sus niños» cuando no es así de ninguna manera (la parte de que las voces se habían callado para Ginzburg la suprime porque sí, porque ella lo vale).

    En fin.

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