El 6 de febrero de 2008, José María Guelbenzu publicó en EL PAÍS un artículo titulado “Memoria y futuro de un galardón”. El escritor, editor y crítico literario, viendo la deriva que tomaba el premio llamado “Biblioteca breve”, escribía con tristeza y desespero: “deseo de todo corazón al Biblioteca Breve que no pierda su historia”. Guelbenzu –con su novela “El Mercurio”- había quedado finalista en 1967 del citado galardón. Y se había sentido muy orgulloso desde entonces de que su nombre figurase, aunque sólo como finalista, junto al de escritores como Juan Gª Hortelano, Luis Goytisolo, Vargas Llosa, Caballero Bonald, Cabrera Infante o Juan Marsé que habían ganado el premio en los primeros años sesenta, cuando sólo eran jóvenes promesas.
“Ese año lo obtuvo Carlos Fuentes, y el mero hecho de ser finalista me hizo sentirme como el joven Perceval llegando a Camelot” escribe Guelbenzu. “Como el joven Perceval llegando a Camelot”. ¿Se siente del mismo modo Fernando Marías, reciente ganador –ayer- de la edición 2015? Están orgullosos los miembros de jurado de 2015 – Caballero Bonald, Pere Gimferrer, Manuel Longares, Elena Ramírez y Rosa Regàs- de haber premiado a Marías? ¿Piensan que han hecho algo bueno por la literatura en castellano? ¿Deberemos, los aficionados a la literatura, recordar con cariño al jurado de esta última edición como hacemos con los integrantes de aquel jurado -Victor Seix, Carlos Barral y Juan Petit, José Mª Castellet y José Mª Valverde- que en 1958 se reunió para conceder el primer galardón? Se ha dicho –y coinciden en ello muchos entendidos- que el premio Biblioteca Breve fue la llama que prendió la mecha del boom latinoamericano.
Volver a leer el artículo de Guelbenzu, recordar la intención con la que Victor Seix, Carlos Barral y Juan Petit crearon el premio y comprobar en lo que el galardón se ha convertido generan muchas ganar de llorar y también de, agotadas las lágrimas, mandar a tomar por culo a más de uno y a más una. Se quejan últimamente muchos editores de que ya no se compran tantos libros como antes. Si uno se enamora perdidamente de una mujer y pasados los años se entera de que esa señora se dedica a vender su cuerpo en todas las esquinas de la ciudad y que lo hace lo mismo por cuatro duros que por un trozo de pan duro, lo más normal, por muy enganchado que estuviera, es que deje, con el tiempo, de soñar con ella, caiga en el cinismo y termine satisfaciendo sus necesidad de amor con otra persona que por lo menos no le mienta.
Por su interés y por su actualidad reproducimos a continuación –con su permiso, don José Mª- el artículo de 2008 de José María Guelbenzu:
Memoria y futuro de un galardón
El escritor novel que en los setenta aspiraba a reconocimiento en el mundo de la verdadera literatura tenía al Premio Biblioteca Breve como la meta soñada. Eran los años en los que un grupo de autores primerizos se consagraban (Luis Goytisolo, García Hortelano, Caballero Bonald…) y provocaban una mezcla de admiración y envidia que llegó a su cenit cuando lo obtuvo Mario Vargas Llosa y dio lugar al nacimiento del boom latinoamericano. En 1967 concursé al premio con esa audacia que sólo da la juventud. Ese año lo obtuvo Carlos Fuentes, y el mero hecho de ser finalista me hizo sentirme como el joven Perceval llegando a Camelot. Ahí arrancó una carrera literaria más o menos azarosa y entusiasta con la que hoy cumplo 40 años de oficio dentro de un premio que cumple los 50. Un premio mítico y único. Mítico, porque la lista de premiados lo eleva a esa altura. Único, porque sigue poseyendo el prestigio de la alta literatura. Hay una diferencia importante, sin embargo, entre el de aquellos setenta, al mando de Carlos Barral, el que le siguió siendo Joan Ferraté director de Seix Barral y el que se reanuda, más de 20 años después, y llega hasta hoy. El premio comenzó dando a conocer autores hasta entonces casi inéditos o consagrando a autores aún faltos de ese último empujón. En esos años gloriosos desfilan autores que cimentaron para siempre su prestigio, hasta el año en que lo gana Juan Benet. Y aún continuó descubriendo autores (González León, J. Leyva…) hasta su primera desaparición. En 1999, un casi desconocido y notable Jorge Volpi encabeza la nueva serie de ganadores y toma la antorcha de la tradición, pero los tiempos han cambiado. Ya no se lleva descubrir escritores, sino lanzar consagrados; sin embargo, el Breve, salvo alguna excepción, ha seguido intentando descubrir autores y correr riesgos.
Soy un testigo de los viejos tiempos, y la nostalgia me ha traído a Barcelona en este año en que se premia a la excelente Gioconda Belli. Y como la memoria está ahí, los recuerdos vuelven. Vargas Llosa asistió una vez, con su bonhomía acostumbrada, a una escena prodigiosa; encontrarse a García Hortelano y a Gabriel Ferrater paseando por los techos del hotel Colón con una copa en la mano y discutiendo sobre gramática indoeuropea. Para mí, ésos son los bellos tiempos: las copas en El Abrevadero a mediodía, los almuerzos en la Mariona, las tardes del pub Tuset y las Noches de Bocaccio, García Hortelano y Marsé escribiendo el enésimo guión en el que siempre había una secuencia que comenzaba: «Chico Lionel al piano hacía más aguda la nostalgia de Scott Fitzgerald»… Pero ¿de qué sirve la nostalgia? Mejor la memoria y el futuro; la memoria habla de un premio mítico; el futuro, de un deseo de mantener un prestigio. Es verdad que los premios ya no son lo que eran, que todo autor es descubierto casi antes de empezar, que la prisa es lo único que importa: vender la mayor cantidad de libros en la menor cantidad de tiempo; pero yo deseo de todo corazón al Biblioteca Breve que no pierda su historia ni se deje abrumar por ella. Volvamos a la literatura siempre, soñemos con Camelot.
El pasado septiembre, dijimos esto (aqui) sobre la publicidad del premio.
Pero bueno, señoritas. ¿No os cansáis de tantos lloriqueos y melindres de abuelita Cebolleta? ¿No os ha enseñado nada la vida en las trincheras? Propongo darle el próximo Biblioteca Breve a Gacía Márquez y Carlos Fuentes ex aequo y post mortem, a ver si así atemperamos los sonrojos. O lo sahumamos con Marías (el otro, el malo), Vila-Matas, la Grandes y otros inciensos de vuestro gusto y conveniencia. Al final será verdad que la vida literaria aún no se había convertido en un oxímoron en la época del general Franco y que ahora sólo pastamos por las cenizas, ay dolor, de este tan mustio collado. Que ya no tenéis edad para ir dando por culo, señoras, ni siquiera para llamar puta a la más guapa, sin que se os vea el pespunte del refajo. Sosegaos.